Cobarde
El sustantivo-adjetivo me cayó como un martillazo. Removió mis intestinos y pasaron muchos años para entenderlo en su lógica y desde mi insensatez. Lo colocó con la boca abierta y los ojos cerrados. Lo lanzó: ¡Cobarde!
Habíamos bebido más de la cuenta. O sea, si nuestra medida eran doce, ese día fueron trece botellas, de las grandes, de esa cerveza rubia que adquiere cierta dulzura conforme empalaga. Y con esa cerveza extra nuestros cuerpos empezaron a juntarse, a sentir la necesidad del otro, a olerse desde las pieles, como necesitándose. Eso supuse yo. Ella no. Muchos años después reconocería que sí, que eso fue exactamente lo que pasó, pero no lo quiso aceptar. Estaba embebida de su pasado, de ese que no llega fácil. O como dice Ciorán: “La pesadumbre del pasado conserva la virtud de lo posible”. Por cierto, en esos días leíamos al filósofo rumano tras su descubrimiento tardío, el de ella. Yo lo estudiaba desde la secundaria. Le dedicamos unas cuantas jornadas (con sus respectivas borracheras) a intentar descifrarlo. A una aparente profundidad racional, me llegaba en unos rincones no explorados: dios, el tiempo, el conocimiento, la timidez, la angustia, como negaciones y las revelaciones.
Esa noche nos desvestimos con la conciencia de que hacer el amor sería un acto placentero. Pero solo llegamos hasta ahí. Desnudos nos miramos, extraños, sobresaltados, como si fuésemos dos seres indefensos en medio de una tormenta imprevista. Hasta donde recuerdo, la borrachera impedía toda ceremonia y seducción. Solo había una sonrisa leve por la precariedad de nuestros sentidos: fue un acto más mecánico y automatizado para concluir con la rutina hablar-beber-tirar-dormir-salir corriendo.
Toqué su pezón izquierdo. Ella cerró sus ojos. Apreté el pezón con ganas de lastimarlo. Abrió sus párpados. Me miró con odio. “Repite si eres cobarde”. Y lo hice. Gritó el sustantivo-adjetivo con los ojos bien abiertos y se fue. Pude pensar, eso es lo que recuerdo, que la cobarde era ella por no soportar una incitación violenta en medio de un estado violento. Sí, el cobarde fuí yo, no ella. Me habitó la cobardía. Y ella se fue. Como otras veces, volvió y no se acordaba de nada. Volvía al mismo estado para sopesar si ese pasado, él que vivía conmigo, revelaba la virtud de lo posible. Yo hubiese preferido, como dice Ciorán, estar solo, porque la soledad no te enseña a estar solo sino a ser único.