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Escribir

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Por Pablo, El Rojo

 

 

Escribir, le dije, es un acto físico, que agota, produce cansancio.

No sé si me entendió. Siguió viendo la televisión, con los pechos sobre la cama y sus nalgas altas a la altura de mi cadera, quedaban a la distancia exacta de mi mano izquierda y las sobaba con calma. Le gustaba. Si le apretaba un poco se revolvía y gemía.

 

Generalmente llegaba, se desnudaba y se acostaba. Buscaba su serie favorita y posaba sus pies a la altura de mis hombros. Las plantas de sus pies eran muy blancas. Sus piernas largas, no muy gruesas y veía en ellas el reflejo de la lámpara. Muchas noches fueron así, se hizo rutina, como como cuando te abrochas los zapatos o te peinas. En realidad, vivimos juntos poco tiempo, pero en pareja fueron algunos años. No quisimos vivir juntos, al menos ese fue el acuerdo. Ella quería tener hijos, lo repitió más de una vez.

 

Durante todo ese tiempo escribí dos novelas. Ella las leyó conforme avanzaba en la escritura.

 

Me veía de reojo, a veces con desagrado. Siempre quería atención y sexo. Y yo, mientras escribo, no puedo o, sinceramente, me cuesta sentir el deseo en su más pleno sentido. Seguramente hay alguna explicación, pero la única es esa: escribir es un acto físico, que agota, produce cansancio.¿Bloquea el deseo? No sé.

No coincido con aquellos escritores, muy sesudos o sensibles, que cuentan cómo escriben, sus rutinas y fetiches, generalmente hablan de un acto de soledad, de aislamiento. No faltan esos que se vanaglorian de ir a un pueblo lejano o de encerrarse en una torre de marfil o de emborracharse o drogarse en solitario para, durante o después de escribir, inspirarse o mostrar el alma interna que les canta los versos o las metáforas.

Pero es cierto también que la escritura, en sí misma, además de la soledad, conlleva un esfuerzo parecido al del corredor de maratón: dada la señal de partida, como un detonante íntimo, cuando se encuentra el tono y el ritmo, arranca una aventura de prolongada soledad, en una trayectoria de agotamiento físico, pero con una carga emocional indescriptible, donde confluyen recuerdos y hasta esos pequeños destellos de imágenes, recogidas muchas veces de la calle o de un rincón de la biblioteca o de un poema, para instalarse en la necesaria y urgente metáfora o en la descripción de un pasaje y/o un paisaje.

 

Como alguien dijo, ahora no tengo a la mano el link: “Somos un Homo Narrans. Las historias nos permiten construir visiones compartidas de la realidad, consolidar o cuestionar creencias, y dotar de sentido a la vida; son uno de los mecanismos esenciales a través de los que la sociedad se representa, se cuenta y da cuenta de sí misma”.

 

Con ella escribía a gusto. Incluso mentalmente. Varias veces, mientras acariciaba sus nalgas componía frases en mi cabeza, mirando al techo o a la ventana, cambiaba el sujeto o el verbo, movía el símil antes del dato. Claro, me sacaba de quicio que se echara sus pedos como si nada, pero lo dejaba pasar, era lo de menos. Por ejemplo, una vez tuve un cuento corto, que lo hice en una tarde ya avanzada, mientras ella gozaba escandalosamente de su serie favorita. Y era este:

Raquel soñó con volar en avión. Era una obsesión que solo luego se entendió en su raíz: deseaba huir de sus pesadillas. Un día lo hizo. Al entrar en la cabina del avión entendió todo. Recordó lo que su padre y madre, muertos cuando ella apenas tenía seis años, le habían contado como un recuerdo vago: Ofelia, su madre, la parió en un vuelo, se adelantó tres meses y la niña llegó por una fuerte expulsión que solo los médicos luego diagnosticaron. Su padre, Antonio, recibió la niña en sus brazos y manos, en medio de la algarabía de 150 pasajeros y ocho azafatas y pilotos.

Quedó así. Esa noche, mientras ella se arrullaba en mis brazos lo repetí en voz alta. Ella reaccionó y dijo, medio dormida: “¿Qué dices? ¿De qué hablas?”. Nada, tranquila, duerme. Mañana te cuento el cuento. Seguramente ella ahora no se acuerda.

Lo escribí en la aplicación de notas del Ipad y quedó ahí, por mucho tiempo. Intenté usarlo como una anécdota del personaje de una novela, pero no funcionaba, quedaba forzada.

 

Una noche, mientras nos besábamos, antes de hacer el amor, me preguntó: ¿Te acuerdas que me habías contado de una chica que había dado a luz, a una sietemesina, en un avión?

Claro, le dije, ahora es una joven profesional, con mucho futuro en su carrera, trabaja en un ministerio y es del tipo de feminista que no quiere tener hijos, sale con sus amigas todos los fines de semana a farrear y vive sola porque quedó huérfana desde los seis años. Sus abuelos, hasta ingresar al colegio, cuidaron de ella, pero desde ahí obtuvo una beca y no necesitó de nadie, sus carencias y penurias le agobiaron hasta que salió de la universidad. La conozco porque estuvo de novia con un amigo, pero no duraron mucho. Tuvieron una relación intermitente. Él quería casarse y tener hijos, ella evadía comprometerse o jurar amor y matrimonio.

Seguí hablando de esa mujer como si viviera, como si la conociera y habría existido alguna vez cierta cercanía. Son esos asuntos inexplicables de la escritura, del ser Homo Narrans.

 

Hoy esa historia está entre los dos como un hecho real, que existió, pero nacido desde la literatura.

Ella me miraba con algo de sospecha cada vez que algún asunto literario me alejaba mentalmente de su lado, como ausente o sometido a una idea, preso de un tema o un recuerdo.

Y esto me sirvió para entender por qué y cómo escribía, de dónde salían las historias y de qué modo aparecían los personajes, algunos muy mal imaginados, otros que se hacían como se elabora un muñeco de barro.

No confío mucho en el plan premeditado o en la planificación casi cartográfica del desarrollo de un cuento o una novela. Ocurre, casi siempre, desde una imagen o una frase, un guiño a un diálogo de una película y también, muchas veces, de una buena obra de teatro. En serio, a la escritura la siento como un modo de sacar algo de adentro, que se descubre en el mismo acto, como este momento, que sin pensar mucho por dónde iba este relato salieron de alguna parte estas anécdotas para reflexionar sobre ese acto físico, que provoca cansancio y genera tensión.

Me da lo mismo si es un cuento o un verso o una novela. La vivencia de escribir, trasladándome a mi interior, provoca angustia, sofocación. En algunos momentos, como cuando escribía La ceniza del adiós, hasta me provocó llanto y un ahogo insospechable, nunca antes lo sentí. Daba duro a las teclas y al mismo tiempo lloraba.

Ella no se daba por enterada de lo que escribía hasta cuando ya era demasiada mi intensidad por verbalizar lo que pensaba y lo escribía. Me ha servido mucho caminar y hablar de lo que escribo o quiero escribir. Afloran las ideas, grafico en mi mente a los personajes, encuentro el nombre adecuado, la escena donde se desata un conflicto o ese nudo donde quedo atrapado buscando una vía para reconducir la narración.

Le escribía versos, pero después de un gesto de agradecimiento se evaporaban de su mente o dejaba para el olvido, como si fuese un beso en la mejilla. Hice uno que me gustó, que lo guardo porque sentí que salió bonito, sin mucho esfuerzo, pero es malísimo si se lo mide en su profundidad y sonoridad. Es este, que titulé La eterna amabilidad del amor:

Si fuese ese cronopio que busco

Si tuviera los mismos ojos del firmamento

Si la tuviera entre mis manos

Si con su voz pudiera dormir cada madrugada

Y si fuera ella, con su risa intensa

Si ella fuese la mujer con la que es posible volar

Si ella, con su sonoridad vital estuviera a la vuelta de mi vida

Seguro, muy seguro

Sin darme una sola justificación

Fundaríamos la eterna amabilidad del amor

Ya ha pasado mucho tiempo desde aquello, pero hace poco me escribió. Ya no nos vemos hace muchos meses. Son demasiados sin ver sus ojos, intensamente profundos, coquetos, sin sentir su olor, sin ver sus piernas brillantes y sus nalgas altas.

Me pidió recomendación de libros, dijo no tener qué leer, no encontraba nada agradable. Y con un automatismo indescriptible busqué en mi cabeza, luego en el Ipad, lo último que había revisado de novelas, pero no encontré nada. Había dejado de leer novelas o, para ser más exacto, las leo ahora con menos pasión. Me gustan los ensayos literarios, he coleccionado más de diez libros de autores que hablan de su obra, de su técnica y de su relación con la escritura propia y la de sus autores favoritos o de esos maestros que marcaron un momento.

 

Retomé en mi cabeza la idea de escribir novelas, pero también sentí que solo con ella, acostada sobre mi cama, a mi costado izquierdo, con sus piernas largas brillantes, sobando sus nalgas con mi mano izquierda, tratando de meter los dedos hasta un cierto punto, observando su pelo hasta la mitad de su espalda, solo en esa postura podía escribir mentalmente y luego trasladar los primeros capítulos a un block de notas y más adelante a una carpeta en la computadora.

 

No sé, pero la escritura no es algo mágico ni milagroso, es un acto físico, que agota, provoca cansancio. Todo lo que viene después ya es parte del ritual del que están convencidos muchos. Pero añadiría algo, que si bien puede sonar a lugar común, debe ser dicho: nadie puede ser escritor sin ser siempre, todo el tiempo, un lector. No ocurre siempre al revés. No necesariamente un lector es un escritor o cae en la tentación de escribir.

 

Hay quienes no han escrito y son excelentes lectores. Conozco muchos. Un tiempo, incluso, conocí buenas lectoras, mujeres mayores, dedicadas a la lectura. Varias de ellas integrantes de un club de lectura, al que me invitaron dos o tres veces a hablar de novelas, de cuentos y de poemas "famosos". No habían escrito una línea. Al menos eso decían. Luego supe que escribían sus poemitas o cuentitos en privado. Es más, una de ellas -esposa de un empresario millonario, que casi nunca estaba en el país- confesó que lo hacía a escondidas de su marido, porque ese tipo la retaba, le negaba su capacidad de creación, la creía loca o desocupada.

 

Y conocí a buenos lectores, hombres, de esos que cuentan como anécdotas propias las hazañas de los personajes de novelas románticas. Y también conozco a algunos buenos lectores y lectoras con rutinas de visitar bibliotecas y librerías, de acompañar sus viajes y sus paseos familiares con uno o dos o tres libros siempre.

Es que entre lector y escritor hay un límite líquido, sinuoso o frágil. También es cierto que mientras se lee se escribe o se reescribe. Surgen, como entre hendijas, nuevas historias o preguntas de cómo pudo ser escrita o amplificada esa escena, ese diálogo o ese pasaje. 

Es decir: ser escritor no solo es escribir, es sobre todo instalarse en el mundo y frente al mundo, no precisamente para firmar autógrafos o ganar premios, sino para también entenderse mejor y conocer mejor el mismo mundo, desde una vida instalada con las fibras y membranas más íntimas de ese mundo. Y por eso, escribir, insisto, aunque pueda mañana cambiar de opinión, es un acto físico, en toda la dimensión metafísica de la palabra.

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