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Litterae

“En la lectura busco un acompañamiento a mi soledad”
Entrevista de Edgar Freire 

Quito, 2005 

Edgar Freire, conocido como "el librero de la ciudad", ha dedicado toda su vida al vínculo que creó con los libros cuando empezó a trabajar como librero en la librería Cima, con tan solo 18 años. 

A sus 70 años y con más de 15 libros escritos, Edgar disfruta del júbilo de la jubilación. Se ve a sí mismo como una persona tímida y sencilla que durante todos estos años ha coleccionado una gran cantidad de aprendizajes y anécdotas.

EF: ¿Quién le motivó a la lectura?

OP: Cuando era niño, antes de ingresar a la escuela, había muy pocos libros en mi casa. De hecho, puedo decir que no había una biblioteca, tal como la imaginamos. Lo que nunca faltó fueron los periódicos. Por las tardes mi padre llegaba del trabajo con el diario vespertino y lo terminaba de leer después de la merienda. Y yo veía en los grandes titulares y en las pequeñas fotos de ese entonces (hablo de finales de los sesentas del siglo XX) cosas raras, me imaginaba que había grandes verdades o extraordinarias noticias. Como mi padre leía con serenidad el periódico pensaba que lo que recibía era algo muy importante. Por eso, de rato en rato, con el mayor respeto del mundo, le interrumpía para preguntarse si había algo interesante en lo que leía y él me contaba. Entonces yo comparaba lo que me decía con las letras impresas. Y así fue como empecé a reconocer unas letras, unas palabras y algunas frases. Así aprendí a leer. El descubrir que podía leer, evidentemente, me llevó a buscar más cosas para leer y descubrir.

Más adelante, cuando yo tenía unos ocho años de edad, mi padre hizo algo que cambió todo mi mundo con la lectura: se afilió a una de esas casas editoriales que venden libros a crédito y comenzó a hacerse la biblioteca familiar en unos anaqueles, que no llegaba a ser libreros. No me olvidó jamás la emoción que me causaba cuando mi padre llegaba con el catálogo de libros y me pedía que escogiera. Entonces empecé por pedir lo más llamativo: casi todos los libros de Julio Verne, por ejemplo. Y por la misma época se vendía la colección Ariel Juvenil con todos los clásicos y, semana tras semana, mi padre llegaba con un libro diferente. Y, claro, comencé a leer todos y cada uno de los ejemplares.

Entonces fue un estímulo compartido dentro de mi hogar, quizá porque en aquella época comenzamos a construir la biblioteca familiar de la casa y descubrimos, no sé si todos, que había otro mundo para explorarlo. También hay que tomar en cuenta que para la época la programación de la televisión era escasa y mala, no me llamaba la atención. Y si quiero dejar sentado que no fue la escuela la que me motivó a otras lecturas. Más bien en el colegio, con algunos compañeros que compartíamos ideas y travesuras comenzamos a intercambiar libros, lecturas y largas conversaciones sobre lo que leíamos. Y también, valga la ocasión, empezamos a robar libros en las librerías.

¿Qué libros leía en su infancia y de qué manera han influido en su vida?

Hay tres lecturas que me marcaron la infancia:

Todos los libros de Julio Verne me ubicaron en la supuesta ciencia ficción que su obra desarrolla y con ella imaginaba países futuros, viajes submarinos, vueltas al planeta, etc. Con este autor descubrí otro mundo posible, otras aventuras que no las encontraba en mis juegos ni las compartía con mis hermanos.

El Quijote, en versión juvenil, leí unas dos o tres veces, pues me parecía de un gran humor y de una genialidad inconcebible. Esa lectura me tuvo como al mismo Quijote imaginando aventuras y viajes, encontrar un amor como la Dulcinea y un gran amigo como el Sancho. Eso fue para mí una marca imborrable en mi construcción como lector. Cuando volví a leer Don Quijote de la Mancha, en la universidad y como una obligación, descubrí que el universo de la literatura era un objetivo de mi vida: descubrirlo, disfrutarlo, crearlo, modificarlo. Fue como recomponer algo que no había quedado bien hecho en mi infancia.

Otro libro que me impactó sobremanera, que cayó en mis manos de casualidad, fue La cabaña del Tío Tom, de Harriet Beecher Stowe. La primera lectura fue dura, impactante. Descubrí el tema de la esclavitud como algo horroroso, cruento. Para esa edad (tendría yo unos diez años) no había imaginado siquiera que existiese la esclavitud en esa dimensión, aunque la autora tiene una fuerte carga cristiana y moralista, no dejaba de impactar con las descripciones y los diálogos. Fue una novela que la volví a leer en la adolescencia y descubrí que había otras del mismo estilo y comencé a imaginar el mundo como algo insano que había que cambiar.

 

¿Cuáles considera los libros más importantes y de qué manera han influido en su vida?

El principal Don Quijote de la Mancha por ese universo creado y que hace de la lengua una herramienta poderosa de conocimiento y fantasía. Con ese libro mi mundo interior cambió por completo. Y cada vez que puedo lo releo por capítulos porque me devuelve la esencia de la literatura. Y claro también he leído mucho sobre lo que se ha escrito sobre ese libro y hasta recurro varias ocasiones al Diccionario del Quijote donde hay muchas referencias y datos que me sirven para mi propia literatura.

Hay otro libro que también me modificó la visión, en particular, de la literatura ecuatoriana: En la ciudad he perdido una novela, de Humberto Salvador. Escrita a finales de los 20, del siglo pasado, es una obra que ya se adelanta al boom latinoamericano, con una frescura enorme y el uso de todas las posibilidades de la literatura, incluso ya toma en cuenta al cine como un referente de la vida social y cultural. Es una novela de amor que construye también una teoría sobre la novela. Y digo que me impactó porque me eliminó ese prejuicio que tenía para la literatura ecuatoriana, pensando que solo lo de afuera era tan bueno. Y al leerla varias veces, por placer y para un ensayo que hice sobre la misma, me afirmo que es una novela precursora que no ha sido valorada en la Historia de la Literatura de América Latina.

Y para no abundar, pero sí para ser absolutamente honesto: El diario del Ché en Bolivia fue un libro conmovedor, cambió algo en mí después de su lectura, quizá porque salió muy poco tiempo después que supe quién era Ernesto Guevara y entendí por qué mucha gente lloraba cuando se supo de su asesinato. En esas páginas hay todavía el reflejo de un revolucionario honesto, de un verdadero humanista, de un casi Jesús que se deja crucificar para que sus ideales no mueran. Lo digo con franqueza: leí ese libro de un tirón y ya no pude ser el mismo. Me llenó de sentimientos cruzados, difíciles de describir y bastaría con una sola palabra: conmoción.

Eso sí, no quiero dejar de mencionar una obra que me he leído tres veces y hasta ahora no entiendo bien qué hay en ella que me busca y me devuelve a sus páginas: Crimen y Castigo. Me tengo prometido que después de los 50 años de edad debo volver a leerla, por cuarta vez. Sobre todo me sobrecogió cuando leí la mejor traducción, de un ruso al español, cuyo nombre no recuerdo, pero que cambia significativamente de la edición que leí las dos primeras ocasiones. Y cuando digo significativamente me refiero a su prosa, a ese estilo que explica la literatura de Fiódor Dostoievski.

Pero claro hay otros que ya tuvieron un impacto de otro tipo y quizá hasta con vergüenza diría que muy tarde me llegaron libros fundamentales de autores que siguen siendo mi relectura persistente y en su orden quiero señalar, más que sus obras, a los autores que cambiaron mi sensibilidad y una forma de ver el mundo: Jorge Luis Borges, Octavio Paz, Eliseo Diego, Jorge Carrera Andrade, José Lezama Lima, César Vallejo. Como se comprueba todos son poetas. Y decía que con vergüenza pues a ellos los pude leer cuando ya tuve más de 20 años con una devoción y una desesperación que me ocuparon más de una década en conocerlos, estudiarlos, disfrutarlos como si se trataran de sabios de los cuales tenía urgencia de aprehenderlos. Y ellos van conmigo a todas partes, retándome a releerlos porque cada nueva ocasión me son más sabios y sensibles que nunca.

 

¿Qué personaje le hubiera gustado encarnar? ¿Cuál le ha causado mayor impacto?

Sancho Panza, por su sabiduría, honestidad, humildad y por el enorme sentido de la realidad y, por qué no, del humor en toda su plenitud.

¿Y por qué no Rodion Raskólnikov? Toda la intensidad de este personaje me da muchas ganas de imitarlo en cada una de sus vivencias, con todo lo que conlleva.

 

¿Por qué lee? ¿Qué busca en la lectura?

Creo que leo por ignorante. Quiero dejar de ser ignorante. Busco en cada texto algo que me diga cómo funciona el mundo, cómo somos los seres humanos, de dónde salimos, para qué estamos en el Universo. Y en la lectura busco placer, sabiduría, un acompañamiento a mi soledad. Alguien decía que el uso del tiempo también nos define y por tanto uso mi tiempo, mucho de mi tiempo en leer, paso largas jornadas leyendo sin que nadie se entero en qué me hallo. Algunos creen que me escapo a otros menesteres, algunos dicen que soy medio antisocial porque no acepto determinadas invitaciones. Entonces soy un vago, que busca en la lectura la mejor forma de no hacer algo ‘productivo’ para la sociedad.

Y fundamentalmente leo porque tengo ganas de entrar en todos los mundos posibles, que solo están y se pueden encontrar en no muchos libros.

¿Qué libro (s) le gustaría memorizar?

¿Sería mucho pedir Don Quijote de la Mancha? Con cierta modestia pediría que algún dios me ayude a memorizar uno de los libros de Jorge Luis Borges. Y en lo posible quisiera memorizar En la ciudad he perdido una novela, de Humberto Salvador.

¿Cree que la literatura puede cambiar el mundo? ¿Cuál considera, su utilidad?

No, la literatura no va a cambiar ni el mundo ni nada. Nos cambia a cada uno como quiera cada uno asumirla. La literatura solo tiene la obligación de hacernos felices, darnos un placer íntimo pleno. Y no tiene ninguna utilidad si lo vemos desde la filosofía del mercado. Al contrario, desde esa filosofía, gasta mucho papel y consume demasiados árboles, ocupa demasiado espacio en las habitaciones de las casas. Y por suerte, para esos utilitarias del mercado, ya están en internet muchas obras de modo que ya no se gasta papel ni ocupan espacio en las paredes. Ahora, visto desde una visión más trascendente e íntima tiene la utilidad de situarnos en todas las dimensiones posibles sin gastar un litro de gasolina en movilización, no contamina nada, pero sobre todo nos vuelve más humanos porque la literatura es el arte más tolerante de la vida: nos pone en contacto con todos los seres humanos sin necesitar visa, pasaporte, sin desconocer y menos irrespetar la ideología del otro, su origen, raza, sexo y condición social. 

 

A su juicio, ¿cuál es el futuro del libro?

El futuro del libro está en todo su pasado: es imposible que desaparezca como una forma de comunicación con uno mismo. Siempre estará para alertarnos de los males sociales y humanos, de hacernos presente la historia y de imaginar los futuros. El libro es un célula de todos nuestros organismos, está en cada una de las mías a través de sus títulos, versos, pasajes, metáforas, poemas y también con cada una de sus lágrimas.

Ancla 16
“Madrid no se acaba nunca”


Madrid, 10 de agosto de 2017

Primera parte

Me cansé de este puto país. Compré un boleto de avión sin retorno. Por lo menos me facilitaron la opción de comprar el de regreso si dejaba un abono por la mitad del pasaje de vuelta. Hubo un pretexto, un gran pretexto: daría una conferencia a un reducido grupo de españoles y latinoamericanos sobre un tema poco interesante para la prensa y en consecuencia sin cobertura mediática. Es decir, nadie sabría del evento ni de sus repercusiones. Hablaría en el día nacional patrio sobre el agotamiento de la comunicación, en un auditorio de un sindicato de trabajadores de la prensa, un antiguo gremio sin oficio ni beneficio ya, pero usado para cualquier tipo de eventos que le proveyera de recursos para pagar el mantenimiento de las instalaciones. El título preliminar de la conferencia, para llenar los requisitos de los organizadores fue: Cero comunicación, mucha sabiduría. Pretencioso y todo solo era un pretexto para escapar de este puto país. Y así fue. 

 

Me fui, no en calidad de autoexiliado (algunos motivos tenía), cosa absurda y poco romántica de paso. Me largué y punto. Dirán que huyo o que fugo. No importa. Hagan las interpretaciones que quieran. Al final uno decide con su vida lo que a bien tenga, sin pedir permiso a nadie y con las razones que le vengan en gana. ¿Para qué quedarse en un país donde la política es un juego de deslealtades y de traiciones? ¿Qué motivos hay para soportar a una prensa tramposa, corrupta e imbécil?

 

Nadie, además, se ocuparía que un tipo como yo reste el número compatriotas en su propio territorio. Todos los días nacen muchos más y se ocuparan de ellos los nuevos padres o quienes sin poder abortar asumen con resignación ese rol. Pero también mueren alrededor de mil personas al día, por diversas causas, según me dicen. Y yo puedo ser un muerto más, por último, para los fines estadísticos. Sin mi presencia o con mi ausencia esa cifra no altera el curso de la historia. Lo medular es irse de este puto país. No hay ya un solo motivo social, político o cultural para quedarse. Quedan familia y amigos, sí. Pero ahora no hay problema de estar en contacto con ellos en tiempo real, por chat, videoconferencia o vía telefónica.

 

Antes de abordar el avión (repleto y con muchos niños de pecho llorando en los brazos de sus madres) hubo miradas de recelo y una que otra foto, que supongo subirán a las redes sociales testificando mi supuesta huida. En particular, una pareja me reconoció e inmediatamente (como un acto instintivo o rutinario como ya suele ser normal) me tomaron una foto con su celular fingiendo que alzaba el aparato en busca de señal. Ya me ha pasado y sé cómo lo hacen. No importa. Me vale. Quizá gocen con ser los primeros en dar la noticia, ganar a los periodistas o usar como un enganche para un pago bien remunerado.

 

Me ubicaron en el asiento 18L. Junto a mí se sentó una chica de 16 años, hija de padre francés y madre ecuatoriana. Un poco tímida al principio evitó hablar. Yo no tenía muchas ganas de conversar con nadie. Pero cuando puse la película de Alex de la Iglesia, El bar, preguntó cómo se llamaba y que si le recomendaba ver. Imagino que vio las primeras escenas y, como adolescente, cautivada por el gancho visual, optó por verla también. Prácticamente la vimos en simultáneo, ella en su pantalla y yo en la mía. Íbamos comentando y riéndonos sobre la marcha del relato audiovisual. Y se produjo una cierta empatía. Perdió la timidez y el recelo. Hablaba muy bien francés y me demostró que no era una adolescente banal y desinformada. Todo lo contrario, coincidió conmigo en algunas lecturas y películas y temas. Preguntó a dónde iba y le mentí que iba de vacaciones, por unos días, para disfrutar del campo español y en un aparente retiro espiritual con un grupo de amigos. Ella se iba a París a terminar el bachillerato. Tampoco huía, por supuesto, pero casi al final del viaje me confesó: No quiero estudiar en este puto país. Con eso me bastó para confesarle que había mentido y le conté la verdad de todo este viaje y de sus antecedentes. Me escuchó con cierto asombro y hacía preguntas puntuales para precisar datos y sobre todo -ahí descubrí su gran inteligencia- para entender cómo dos personas de distintas generaciones, con casi cuarenta años de diferencia de edad, optan por la misma solución a un problema que posiblemente nos afecte de distinta manera. Y tuvimos algunos minutos, antes de que cada uno tomara su puerta de salida, para intercambiar opiniones y anécdotas sobre la misma situación que nos unía temporalmente: irnos de este puto país. Ahora que escribo y lo recuerdo nunca me dijo su nombre ni yo el mío. Mejor así.

Segunda parte

 

Llevo año y piquito en Madrid y recibo noticias jamás imaginadas de mi país. Hay nuevo presidente. El anterior se ha refugiado en su aldea de nacimiento. Vive en absoluta soledad. En un año y piquito de gobierno cambió cuatro veces su gabinete ministerial, “Todos me traicionaron”, dijo. Ninguno supo entender su plan de gobierno. Dicen ellos que un plan era el de él y otro el de cada uno y que así no se podía gobernar ni un pueblo de la frontera. El embajador actual de acá me ha invitado para conversar, ahí supe detalle tras detalle de lo ocurrido, porque la verdad sea dicha me desentendí de todo, nunca me ocupé de saber qué pasaba y prohibí a mis parientes y amigos contarme lo que sea de allá. Preferí siempre empaparme de la política de acá, porque otra vez diré que no me es desafecta, pero no siendo parte de este país era como un relato de ficción o una serie la que vivía día a día en estas tierras. El ilustre embajador del nuevo gobierno me ha invitado esta tarde a unas cervezas y hemos vaciado más de una docena, así que lo que hablamos en la última hora ya no me acuerdo y prefiero no recordar. 

 

Mis amigos y parientes me piden que vuelva y me resisto. No es que acá la pase bien, pero al menos trabajo y leo, escribo y publico de vez en cuando. Vivo cerca de un cine antiguo y veo películas del siglo pasado con un entusiasmo para mi desconocido. Soy feliz haciendo poco y viviendo de la nada.

 

La primera semana, mejor dicho: el primer fin de semana de mi arribo, o sea a los tres días de aterrizar caminaba por la Gran Vía y alcancé a ver a Rosa Montero que salía de una librería, no sé si era la Machado, y sin pensarlo dos veces le invité a tomar un café y ella muy coqueta me dijo y por qué no un brandy, si a esta hora, era la tarde, cae bien después de un buen almuerzo. Acepté el desafío y tomamos más de uno, creo que nos acabamos una botella. Esa misma noche, como a las nueve y media, cuando algo de luz veraniega quedaba, le propuse matrimonio y aceptó. No hubo coqueteo ni ese largo y perezoso proceso de seducción. Bastó una botella de brandy. Vivo en su casa, pero no compartimos la cama. Ya a esta edad y con el viento en contra -me dijo- para qué. No hemos casado pero hemos mantenido una disciplinada abstinencia sexual. Tenía, cuando llegué esa noche a su casa, un cuarto lleno de cachivaches que había dejado su ex esposo y pidió acomodarme ahí. No lo dudé. Y ahí vivo. Compartimos la sala, el comedor, la cocina y un balcón con algunas macetas. Nuestros respectivos dormitorios son de uso muy particular y privado. Y desde el mío no veo ni una casa y menos un árbol. Las ventanas, si se pueden llamar así, dan hacia arriba y veo nubes y cielo, sol y luna. No niego que soy feliz, me gusta pasarme las tardes leyendo y escribiendo. Lo hago todo en completo silencio porque a Rosa no le gusta escuchar ni un suspiro. Cuando son las seis pm pone música y nos comunicamos. Debo aclarar que apenas terminamos de desayunar cada uno va a lo suyo. Admiro su disciplina intelectual y ella mi sometimiento a sus dictados y/o caprichos. 

 

Los primeros días de mi nuevo matrimonio fueron todo lo contrario de lo que uno espera. Ósea: cero sexo, mucho silencio y un intercambio de opiniones literarias y políticas en la calle, en las cafeterías, donde nos citábamos como viejos amigos. Un jueguito que al principio parecía romántico y hasta novedoso, pero con el tiempo fue un modo más sano y creativo de no someternos a ninguna rutina.
Al principio tuve que explicarle muchas cosas de mi país. Entre ellas, que no se acordaba que yo le había entrevistado largamente una noche y que de tanto hablar nos fuimos para su hotel y terminamos tomando unas copas. No se acordaba de nada. Y yo pensé que me había inventado esa historia, pero la entrevista está ahí, publicada y todo. En algún momento me confesó que se había casado conmigo porque quería experimentar la vida con un exiliado, como había ocurrido con algunas de sus amigas en los años setenta cuando llegaban por acá latinoamericanos huyendo de las dictaduras. Claro, la mayoría de ellas se divorciaron y odian a sus ex maridos. Yo, intuitivamente, sospeché que Rosa quería vivir esta experiencia para sustanciar su nueva novela. Me di cuenta cuando su editor nos visitó un domingo y comentaron muy abiertamente de qué iba su nueva obra y si alcanzaría a terminarla antes del verano próximo, para la Feria de Madrid. Y ella, muy entusiasmada y expresiva, refirió la historia de un exiliado latinoamericano que llega sin nada en los bolsillos, apenas con una mochila con dos libros y varias libretas de apuntes, se instala en una buhardilla, alquilada por una escritora famosa, que él no conoce, y se convierte en su asistente personal. Y yo supuse que repetía la historia de Vila-Matas con la Duras.

 

Entendí también por qué preguntaba tanto de mi país y tuve que convertirme en un cronista riguroso porque cada cosa dicha recibía diez preguntas aclaratorias. Y así pude también yo inventar algunas cosas que ahora constan en su novela, de próxima aparición. Por ejemplo, que ese presidente tuvo que renunciar porque no podía más con la férrea oposición que tuvo de sus propios ministros y de su propio partido. No hubo necesidad de protestas callejeras ni guerrillas ni golpes de Estado y menos de asaltos militares al palacio de Gobierno. Todo el país observaba cómo se disputaban los ministros el presupuesto, las pantallas de televisión y los discursos en las ceremonias oficiales. El presidente vivía refugiado en su palacio de gobierno y apenas si daba una cadena nacional los lunes por la noche, preparada por su fiel secretario de comunicación que redactaba el texto desde el jueves por la noche, casi como un relato de ficción. El resto de la semana casi nadie lo veía. Nunca daba entrevistas y los periódicos y canales daban por hecho que jamás tendrían la exclusiva de la que tanto antes se preciaban. No alcanzó a cumplir un año en el poder. La gente se aburrió de la política, ni tuvo ánimo de salir a protestar por las medidas económicas, menos aún por los enredos y disputas de los ministros. Por suerte hubo eliminatorias del mundial de fútbol y eso mantuvo entretenido a todo el país. Además, se ampliaron los días feriados y prácticamente hubo dos al mes y entonces las semanas pasaban volando y la gente prefería irse a la playa o a la montaña y desconectar de todo. 

 

Por eso también fue para más que normal no saber nada de lo que pasaba en mi patria. Me hubiese aburrido más de lo que ya me aburría estando allá o me habría enfurecido peor. Y como el tiempo pasa volando ahora, mirando hacia atrás, me parece que fue como haber pasado apenas una semana desde que llegó al poder ese presidente que ahora goza de una finca en su aldea de nacimiento, oyendo tangos y a José Luis Rodríguez, El Puma.

Tercera parte

 

He regresado a mi puto país. No de vacaciones ni por algún trámite burocrático pendiente. He venido a quedarme. Alguien dirá: ¿Ya no es tan puto tu país? No creo que ha dejado de serlo. Y ser un puto país tiene tantas connotaciones como el polisémico uso de la palabra que todos damos y recibimos del modo que cada uno entiende lo de puto o su femenino. Por cierto cuando escribí “puto país” no solo recibí comentarios de los más variados y expresivos en las redes sociales, sino que en privado algunas mujeres me reventaron con críticas feministas, muchas de ellas muy solventes y lúcidas, otras de grueso calibre y un tanto xenofóbicas. Hubo otros, más hombres que mujeres, que hicieron disertaciones brillantes del sentido real de “puto país”, de aquello que no se dice en un escrito pero que la gente entiende perfectamente. Y no divago más. Podría hacer una novela entera sobre el sentido de puto país, pues su polivalencia, política e identitaria, también da lugar para que un escritor lúcido y sensible haga una exploración literaria y/o filosófica del tema.

 

He regresado por una decisión bastante política y literaria. Pero ya dirán los que me conocen que en realidad he vuelto porque me divorcié de Rosa Montero. Fueron tres años de felicidad y cuando ella lanzó el primer bostezo al verme en la mañana, antes del desayuno, le dije a mi conciencia: “Esto no da más”. Y sobre todo cuando ya me había leído casi toda su biblioteca, había terminado de escribir, en tres años, más de una docena de libros, todos bien publicados y bien reseñados por la prensa española, me dije: “Ya es hora de que en tu puto país te lean, critiquen y publiquen”. Así que aquí me tienen, de vuelta y feliz. Han sido tres años para tomar distancia de una matriz cultural y sicológica que me atormentaba y que ahora añoro, como no podía ser de otra manera. No he vuelto al pasado, todo lo contrario. Volver al pasado me lleva de nuevo a recordar las líneas de ese maravilloso libro del gran maestro español con quien pude compartir varias cenas, botellas de vino, gracias a la amistad sostenida por él con Rosa Montero, ahora mi ex mujer. Él no había leído nunca mis libros y cuando se llevó media docena tuvo que reconocer que él había inspirado a un monstruo (ósea a mi). Esos libros se publicaron gracias a la generosidad de Ángela y Roberto, con quien he sostenido una larga amistad estos años madrileños y quienes en su editorial han publicado no solo mis grandes libros -digo grandes por voluminosos- sino también esos libros de Liset, otra de mis autoras favoritas quien optó por la editorial de Ángela y Roberto y ahora es reconocida por ese tumulto llamado lectores fanáticos de la mejor literatura cubana de estos tiempos. Para usar un lugar común diría que ellos dos (Ángela y Roberto, no Liset y yo) apostaron por la literatura desconocida o de autores desconocidos y ahora son más reconocidos (ellos dos) que los famosos editores de esas tierras hispanas como los Herralde o la Balcells. 

 

Pero decía que volver al pasado es un ejercicio un poco vago y nostálgico del cual siempre hacemos uso cuando no dormimos bien o nos quedamos mirando al techo al despertar y no queremos mover el trasero de la cama. 
Así como dice el maestro Vila-Matas, quien menciona a otro gran maestro que ahora no creo que nadie lee, salvo por referencias, citas o por el puro prurito de quedar bien: “El pasado, decía Proust, no solo es fugaz, es que no se mueve de sitio. Con París (en mi caso Madrid) pasa lo mismo, jamás ha salido de viaje. Y encima es interminable, no se acaba nunca”. 

 

He vuelto a un puto país donde el nuevo presidente agobia con sus medidas y decretos bastante suculentos de buenas intenciones, con el ingrávido afán de ocultar todo lo hecho por el anterior. ¿Se acuerdan de aquel que se fue a vivir sus últimos años en su aldea de nacimiento y del que ahora nadie se acuerda? Así es la vida, pasa al olvido quien no hace lo que en realidad quiere o cree. Hay algunos en nuestra historia -salvo por los retratos en el salón Amarillo de Carondelet- que nadie imaginaría que gobernaron nuestro puto país. Durante mi ausencia quisieron reformar la Constitución, vendieron los bienes públicos más rentables a sus amigos y socios, hicieron pactos y componendas de todo tipo, aparecieron y desaparecieron como un rayo personajes de la más rancia plutocracia y, para más, las traiciones y puñaladas por la espalda afloraron como gotas de lluvia en páramo andino. Hoy todo ha cambiado, por lo menos eso percibo al estar aquí apenas una semana. Espero que todo sea para bien. Tengo este fin de semana la presentación de una de mis últimas novelas: Puto País. Me acicalo lo que mejor puedo porque será un acontecimiento en mi vida. Uno de mis mejores amigos, don Efraín, hará la lectura crítica y mi amigo Juan hará las fotos para una colección. Igual que mis amigos del Facebook transmitirán en vivo la presentación para quienes no puedan asistir. Rosi será la presentadora oficial y dedicará sus mejores versos al auditorio.

 

Y no quiero dejar de contar que en el vuelo de regreso me encontré, ¡qué casualidad!, con la chica que fue a estudiar a Francia hace tres años. Ya no nos sentamos juntos en el avión, sino que la vi en la sala de espera del aeropuerto e intercambiamos unas palabras. Ya era un mujer, si cabe el término. Mejor dicho, dejó de ser una niña. Y me dijo: he leído todos sus libros. Me sacó una lágrima. Y antes de abordar el avión, con una coquetería de esas que ya no se acostumbran, acotó: “Por cierto, me llamo Camila”.

Ancla 14
Ancla 15

La noticia escupía en la cara de tal modo que generaba una certeza: “Ya son diez los periodistas asesinados”. Implícita quedaba otra idea que el titular no señalaba pero ya era motivo de preocupación: “No había causas ni razones que explicaran estas muertes”. En primera plana, en todos los periódicos, el titular estallaba en los ojos, un viernes santo, cuando la última víctima apareció debajo de un puente, tras dos días de haber desaparecido. Las pocas personas que leían periódicos se encargaban de amplificar la noticia. 

 

Entre la primera víctima y ésta, al parecer de un reportero sin mayor reconocimiento ni prestigio, pasaron exactamente diez meses. Un periodista muerto por mes, cada uno el mismo día y hora: los miércoles a las diez de la noche, según el informe forense. Y para mayor desazón: cada crimen ocurría el primer miércoles de cada mes. Con un dato relevante: todos ellos, los muertos, tenían el rostro sonriente, como si muriesen de alegría, gustosos de pasar, literalmente, a mejor vida, como acostumbraba a decirse entonces y ahora.

 

La nota del diario más sensacionalista del país daba otra pista, quizá sin proponérselo (sus editores no estaban para pensar , solo para escandalizar): las víctimas tenían 29 años a la hora de morir. Es decir, de la misma generación y, luego se sabría, no se conocían entre sí, porque cada uno había nacido en distintas ciudades o laboraba en ellas aunque dos o tres habían nacido en la capital. Ninguno trabajaba para un mismo medio. 

 

Claro, como ya se habrá advertido, no había ninguna mujer entre los asesinados. Eso, a decir del joven detective Paco Camacho, era un dato significativo:

- ¿Por qué?
- Define una buena parte de la personalidad del asesino.
- O asesina…
- ¡Exactamente!

Camacho tenía la fama de los detectives de la época, para este país carente de una academia o, por lo menos, de una escuela para formar detectives: improvisado, inspirado en las novelas policiacas más populares o populacheras, cargado de prejuicios y muy avezado con sus clientes a la hora de cobrar o de justificar su inoperancia. En sus cortos veinte años, ya vestía de traje y corbata oscuros, camisas blancas de puños desgastados, zapatos negros brillantes y una cadena bañada en oro en la muñeca izquierda que limpiaba con el puño de la manga derecha. Con el tiempo cambiaría su imagen y hasta sus modales, dejó atrás su formalidad, forzada por la época y por lucir una pinta sobria de adulto temprano.

 

La muerte de los periodistas solo llamó su atención en el quinto asesinato. Los cuatro anteriores, ocurridos en ciudades alejadas, donde no importó ni preocupó porque eran personas de pésimo prestigio. Para Camacho no tenía sentido abordarlos. Uno de sus talentos mejor reconocidos fue ocuparse de lo más complejo y, supuestamente, provisto de una carga de connotaciones morbosas. A quién le importaba la muerte de periodistas de provincias, carentes de prestigio o reconocimiento. Solo los de la capital, según esa visión, hacían verdadero periodismo. 

 

El quinto asesinato ocurrió ese primer miércoles de noviembre. El cuerpo apareció con un rostro sonriente y limpio, peinado como si hubiese salido temprano a trabajar. Lo encontraron la misma noche en el portal de la iglesia de Santo Domingo, de la capital, en la madrugada, por aquellas beatas que casi dormían en la mismísima iglesia con tal de cumplir con los ritos que a su edad eran la razón de su vida y placer espiritual. Los primeros testimonios especulaban con haberlo visto llegar caminando, casi arrastrándose, como acostumbran los borrachos arrepentidos que intentan cubrir su pecado llegando a la iglesia para luego no recibir ningún castigo ni afrenta en sus hogares. Lo vieron, dicen, retorciéndose. Otros -según Camacho, más creíbles y sensatos- nunca se fijaron en el bulto. Estuvo ahí desde la noche anterior, dijeron los testigos que se atrevieron a dar su versión ante el comisario de turno.
Su nombre, el de la quinta víctima, Rodrigo Sánchez, tampoco llamó la atención. Si era periodista solo se lo conocía en su círculo más cercano. Estaba casado y tenía tres hijos. Había estudiado Contabilidad y fungía de redactor de Sociales en el diario El Sol, pero en realidad era quien tomaba los nombres de las personalidades de las fiestas o celebraciones importantes de la ciudad y ponía los pies de foto. Trabajaba de dos de la tarde hasta el cierre de la edición porque en las mañanas se ocupaba de llevar los cuadernos de cuentas de la farmacia de su barrio, la más concurrida quizá por ser la única en diez cuadras a la redonda. 

 

Camacho alzó las cejas y suspiró. “Cinco periodistas asesinados en cinco meses”, se dijo con la mirada puesta en la pared percudida de la cafetería de la calle García Moreno, la única de esa cuadra y la más famosa por sus rosquillas colmadas de azúcar impalpable. E hizo cuentas: uno en julio en Portoviejo, otro en agosto en Santo Domingo, el tercero en septiembre en Loja, el cuarto en octubre en Cuenca y ahora este quinto en Quito.

 

A nadie más inquietó lo que a Camacho le pareció en ese instante la razón de algo muy claro: un asesino en serie mataba periodistas por todo el país. Y sus certezas se concretaron el primer miércoles de diciembre: el cadáver de un joven periodista apareció en la escalinata mayor del barrio La Tola. Exactamente a las diez de la noche habría fallecido, como los demás, con un puñal clavado en la espalda directo al corazón, atravesando el pulmón izquierdo de abajo hacia arriba. Las víctimas no habrían tenido, al parecer, tiempo para defenderse porque ninguna mostraba huellas de forcejeo o resistencia. 

 

Camacho, desde ese jueves de diciembre, cuando supo de la muerte del joven reportero del diario El Tiempo, supuso que debía esperar el siguiente asesinato el próximo primer miércoles de enero. Y así ocurrió, pero ya no en Quito, sino en Ibarra, con el jefe de Redacción del diario La Verdad. La noticia llegó a sus oídos ocho días después. Un policía, el mayor Tamayo, que volvía de Ibarra encontró a Camacho en la cafetería de la García Moreno y lo primero que hizo fue darle la mala noticia.

- ¿Por qué no me lo dijo antes?

- Recién llegó de Ibarra, estoy franco desde hoy, no he podido salir del cuartel, pero como usted nunca contesta el teléfono ni hay dónde localizarlo con seguridad, solo la casualidad ayuda en estos casos.

Y en febrero, para mayor indignación de Camacho, el crimen ocurrió de nuevo en Quito. Esta vez en la afueras del Teatro Sucre. Al parecer después de un concierto de la orquesta filarmónica, que llevó a media ciudad a sus butacas y hasta los exteriores porque tenía al solista invitado a ese joven ruso, Serguei Estévez, hijo de un ecuatoriano radicado en Kiev, desde los años cuarenta. El conserje intentó cerrar la puerta por dónde ingresaban los trabajadores y no pudo porque detrás estaba un cuerpo helado, acurrucado y con el rostro sonriente. Lo reconoció de inmediato: el cronista de Cultura del diario La Razón, uno de los más destacados en crónica musical y melómano de cepa. 

Camacho llegó a la morgue, en la calle Mejía y Cuenca, arropado hasta la cabeza por el intenso frío de la capital en esos días. Observó el cadáver y el rostro llamó de nuevo su atención. Apenas si había rastros de sangre. Solo al voltear el cuerpo se observaba una mancha oscura en el traje azul marino del joven periodista y la apertura del corte a la altura del omóplato. Se le escaparon, lentas y gordas, dos lágrimas, una por cada ojo, al reconocer a su amigo, quien le retaba a dejar de escuchar esa música estridente de las cantinas y educar el oído con la mejor música clásica del mundo. Le había llevado en una ocasión a su pequeño departamento en la calle Benalcázar y pasó ahí, bastante aburrido, bostezando y con ganas de dormir, mientras el periodista ponía los discos de acetato de su colección más preciada y cuidada. Tomaron unos diez canelazos bien calientes y fumaron varios cigarrillos King sin filtro. 

 

Y entre el primer lunes y el primer martes de marzo no pudo dormir pensando dónde ocurriría el advertido asesinato de un periodista. Previamente había visitado las redacciones de todos los periódicos de la capital con la idea, vaga y difusa, de fijar la mirada en las posibles víctimas. Habló con los comisarios que investigaban los casos anteriores y ninguno tenía pistas de un posible asesino y tampoco habían logrado configurar un motivo o móvil. Eso sí, los policías por orden del ministro de Gobierno estaban buscando en todas las ciudades al posible asesino, pero con la típica metodología: apresando a los más incautos, a los pordioseros, a uno que otro borracho o drogadicto, pero al final dejándolos en la cárcel varios días y liberándolos sin ninguna explicación. Un travesti hizo la diferencia: puso la denuncia en el ministerio de Gobierno señalando el abuso cometido contra él por los pesquisas morbosos que solo lo habían apresado para “desatar sus instintos más perversos”.

 

Donde menos se lo esperaban ocurrió: en Tulcán. A las diez y cinco de la noche, la dueña de la pensión Frontera pegó un grito que se escuchó hasta el puente de Rumichaca, en el límite con Colombia. En el estacionamiento de esa pensión, debajo del auto de su propiedad estaba el cuerpo de un joven, como si se hubiera colocado ahí para evitar la lluvia u ocultarse de alguien. Al principio la señora pensó que era una broma de uno de sus hijos o sobrinos para asustarla, pero cuando observó que un hilo de sangre llegaba hasta el desagüe, pegó el grito. El cuerpo estaba todavía caliente, a pesar del frío que congela a cualquier ser vivo en esa ciudad si se encuentra a la intemperie. Los policías comprobaron que se trataba del locutor de la radio Ondas Carchenses, afamado y reconocido por su potente voz y por su reconocida belleza física.

 

Camacho quedó más estupefacto que de costumbre. No salía del asombro porque no entendía cómo el asesino se daba modos para despistar a los investigadores, comisarios, policías y detectives que querían dar con su cabeza para otorgarse el pergamino de poner fin a la serie de crímenes de periodistas, que llevó incluso a que una comisión el Congreso exigiera de las autoridades más eficiencia y responsabilidad en la investigación para dar con “el criminal más atroz de la historia de la República”, como rezó la resolución votada por la absoluta mayoría del parlamento (conservadores, liberales y socialistas, como nunca antes coincidieron en la votación). Los directores de todos los periódicos y emisoras publicaron un comunicado responsabilizando al Gobierno por las muertes que podrían ocurrir en adelante (todos esperaban el próximo miércoles de mayo) si no se detenía al autor de los horrendos crímenes de los últimos diez meses. 

 

En las redacciones de radios, canales y periódicos se advertían todas las medidas de seguridad para el primer miércoles de mayo. Desde el domingo anterior se cerraron las puertas, se adelantaron los cierres, los noticieros de radio invitaban a denunciar cualquier indicio de ataque a las instalaciones o a los periodistas. En la mente de cada uno circulaba la duda si el compañero de escritorio o el portero del edificio podría ser su verdugo la noche de ese miércoles. La consigna generalizada fue que esa noche, de ese primer miércoles de mayo, debía caer el asesino, cueste lo cueste, pase lo que pase. La alerta fue general, las luces y las alarmas estaban listas para el esperado crimen. La crónica de una muerte anunciada estaba en las manos y en los dedos de los editores que ponían los titulares en los periódicos. La edición se cerraría solo después de que ocurriese el crimen a las diez de la noche. La primera plana solo debía reservar el espacio para la foto del periodista asesinado y el titular posible: La onceava víctima del asesino de periodistas ocurrió anoche. 

 

Desde que amaneció, ese miércoles, la tensión se sintió por calles, parques y plazas de todo el país. Algunos apostaron, haciendo cálculos y cábalas, dónde aparecería el periodista asesinado. Quedaban ciudades como Ambato, Riobamba, Machala o Quevedo. Algunos acudieron a las más conocidas series policiacas para encontrar la fórmula que revelara el próximo lugar y la próxima víctima. Del método no había dudas, todos morían igual: con una puñalada por la espalda, sin mayor violencia y quedaban con el rostro sonriente. 

 

Los principales noticieros no sabían cómo eludir el tema en sus ediciones matinales y del medio día. ¿Cómo podrían hablar de un crimen no ocurrido? ¿Y cómo no hablar de lo que todo el mundo comentaba en esas horas? Las agendas de los ministros y autoridades se había sometido a la noticia fatal. No programaron nada para ese día a la espera de que alguien diera el grito, la noticia o el anuncio del periodista asesinado esa noche. Era una vigilia colectiva de algo que nadie podía asegurar que ocurriría. En las iglesias muchos clérigos ofrecieron sus oraciones y bendiciones por la próxima víctima. El arzobispo, en la misa de las doce, hizo un sermón en homenaje a todos los periodistas caídos (por poco dice en combate) y bendijo el alma del próximo asesinado. El Primer Mandatario, odiado hasta por sus ministros, no salió de la residencia presidencial todo el día. Amigo declarado de los dueños de los principales periódicos, hizo algunas llamadas a varios de ellos y les pidió la mayor colaboración para ser él el primero en conocer del crimen que ocurriría esa noche. “No quiero intermediarios ni mensajeros de segunda”, les repitió a cada uno de los propietarios de periódicos. Y añadió: “Saldré al balcón y declararé estado de emergencia nacional inmediatamente de informar del undécimo asesinato de periodistas”.

 

Las funerarias se disputaban el próximo cliente. Ofrecían descuentos y mejores condiciones para el velorio, seguramente, el más concurrido de la historia. Y también para la peregrinación hasta el Cementerio Nacional, la más grande que se haya visto en la vida republicana. Los artesanos de las ofrendas florales habían previsto una gran demanda de sus productos y por eso elaboraron algunas variedades en las que primaba una frase común: “Al insigne periodista XX”.

 

Camacho no sabía qué hacer. Un detective no previene delitos, encuentra a los culpables, se dijo mentalmente como para entender también a sus modelos e íconos de toda la bibliografía policiaca. Si los detectives se pusieran a evitarlos de qué serviría este oficio, se decía en medio de un millar de ideas que circulaban por su cabeza buscando una razón a lo que ocurría ese día en todo el país. Y en medio de eso tenía una certeza: el criminal también estaba en la misma situación que el resto de ciudadanos. Seguramente, pensaba Camacho, lo hará porque es su destino, obsesión o locura sostener su rutina macabra. ¿Cuántos crímenes se han anunciado con tanta anticipación? ¿Desde cuándo un asesino en serie se expone, en este país, de tal modo que pueda ser ubicado y detectado en el día y la hora del cometimiento de su crimen? ¿Quiere probar al mundo entero que es él superior a todas las inteligencias del planeta y que jamás lo detendrán? 

 

Con un cigarrillo sin encender, pasándolo de una mano a otra, Camacho cavilaba alrededor de las posibles respuestas. Había repasado en dos constantes que surgían cada vez que revisaba los últimos pasos de todos esos periodistas asesinados. ¿Cada uno a su modo había cuestionado al Primer Mandatario? Imposible, ninguno tenía una postura política explícita. Es más el cronista de musicales del diario La Razón nunca había escrito nada en contra de nadie. Todo lo contrario, sus notas y reportajes pecaban de ese excesivo apego a alabar a los conciertos y músicos que pasaban por la capital. Si los crímenes eran autoría de un desquiciado, pensaba Camacho, ¿por qué escoge periodistas? ¿Por qué no artistas o prostitutas como sería lo normal?

 

Esa mañana, como ocurría cada vez que tenía una tensión enorme, Camacho amaneció con Rocío Valverde. Ella sabía que cuando le llamaba, así de ese modo, casi tartamudeando, para quedarse en su cuarto, de la calle Río de Janeiro, tenía problemas o entre manos un caso complejo. Los dos entendían el rol que cumplían para el otro. Él preparaba una sopa, calentaba la cama con una bolsa de agua hirviendo, ponía discos de tangos o simplemente la abrazaba al cruzar la puerta y la llevaba directamente a la cama. Casi no hablaban y disfrutaban de sus relaciones sexuales como un rito de silencio y poca expresividad. Eso sí, en ella particularmente, había una voluntad por disfrutar a fondo de cada penetración, succión o caricia. Le importaba un pepino lo que pasara por la cabeza de Camacho, para ella el sexo con ese hombre rudo, chabacano, un poco torpe a la hora de acariciar, tenía algo inexplicable: lo disfrutaba a plenitud como un acto único, potente, satisfactorio, cargado de mucha tensión y placer. 

 

Al levantarse, como autómatas, repetían el coito con un poco menos de energía y quizá de ganas. Ella se decía que un buen polvo mañanero cura todas las amarguras y propone un día de trabajo satisfactorio. Jamás le dijo a Camacho, pero a sus pocas amigas les recomendaba con esa frase lanzada como una mueca y con la mirada en sus uñas. Y aunque los dos, a sus veinte años creían ya haber disfrutado sexualmente todo lo imaginable, repetían cada acto mañanero como si fuese un despertar a la pubertad, sintiendo que lo hacían por última vez, a escondidas de alguien o bajo la sospecha de alguna infidelidad compartida. 

 

Los dos hacían una pareja única, pero no por eso imitable o para edificar una apología. Ella era la secretaria administrativa de un sindicato desde que su padre le colocó allí esperando que se vinculara a la lucha de los proletarios y se formara para la revolución socialista. Los dirigentes de ese sindicato la miraban como una presa y como el pecado necesario para vengarse de su padre, un tipo corajudo y ortodoxo en su pensar y actuar. No tenía un cuerpo de Miss Universo pero lo exhibía como si fuese el mejor representante del género femenino. No hacía ejercicios ni iba a masajista alguno. Cumplía una dieta estricta y cuidaba de no perder peso excesivamente. Amaba a Camacho, de eso no había dudas. Para convertirlo en su compañero no se hizo ilusiones, menos grandes pretensiones. Lo quiso en sus rutinas, preocupándose de su salud, de su bienestar espiritual, amándolo en cada coito como si fuesen los adolescentes de la era romántica absoluta, llevando las cuentas de sus pocos ingresos para no desperdiciar un centavo en gastos innecesarios o cortándole las uñas de los pies una vez al mes. Hizo eso y lo seguiría haciendo sin ninguna culpa o vergüenza. Aprendió que esas dos soledades tenían mucho en común y se necesitaban tanto que era imposible pensar en otra relación o decidirse por un matrimonio forzado. Casi como una rutina ella llegaba al caer la tarde y Camacho le esperaba con los brazos abiertos. O iban al cine y salían a cenar en el mismo restaurante de la calle Mejía hasta la media noche.

 

Esa mañana los dos escucharon los noticieros, leyeron dos periódicos, desayunaron ligero, se miraron a los ojos para decirse todo sin una sola palabra, se bañaron por separado, tendieron la cama sin dejar de escuchar la radio, abrieron las ventanas y dejaron entrar el aire fresco de mayo, pusieron agua a las plantas, dos de ellas con unas flores cada vez menos aromáticas, quizá por el smog que absorbían a diario, colaron café bien cargado, cocieron los huevos, exprimieron las tres naranjas para cada uno, calentaron el pan y ella se despidió como si ese día sería el último de su existencia porque podía ser que al asesino de periodistas se le ocurriera eliminar al investigador más inquieto con el tema y que era tan famoso ahora por meter las narices por todas partes y en varias ciudades del país, sin que nadie le contratara y pagara por sus servicios, por el solo hecho de afirmarse como investigador y detective de pura cepa, a quien nadie le podría reprochar nada si revelaba, todo lo contrario, ante la sociedad el nombre y apellido del asesino y las razones que le llevaron a matar a diez u once periodistas en menos de un año.

La noticia escupía en la cara de tal modo que generaba una certeza: “Ya son diez los periodistas asesinados”. Implícita quedaba otra idea que el titular no señalaba pero ya era motivo de preocupación: “No había causas ni razones que explicaran estas muertes”. En primera plana, en todos los periódicos, el titular estallaba en los ojos, un viernes santo, cuando la última víctima apareció debajo de un puente, tras dos días de haber desaparecido. Las pocas personas que leían periódicos se encargaban de amplificar la noticia. 

 

Entre la primera víctima y ésta, al parecer de un reportero sin mayor reconocimiento ni prestigio, pasaron exactamente diez meses. Un periodista muerto por mes, cada uno el mismo día y hora: los miércoles a las diez de la noche, según el informe forense. Y para mayor desazón: cada crimen ocurría el primer miércoles de cada mes. Con un dato relevante: todos ellos, los muertos, tenían el rostro sonriente, como si muriesen de alegría, gustosos de pasar, literalmente, a mejor vida, como acostumbraba a decirse entonces y ahora.

 

La nota del diario más sensacionalista del país daba otra pista, quizá sin proponérselo (sus editores no estaban para pensar , solo para escandalizar): las víctimas tenían 29 años a la hora de morir. Es decir, de la misma generación y, luego se sabría, no se conocían entre sí, porque cada uno había nacido en distintas ciudades o laboraba en ellas aunque dos o tres habían nacido en la capital. Ninguno trabajaba para un mismo medio. 

 

Claro, como ya se habrá advertido, no había ninguna mujer entre los asesinados. Eso, a decir del joven detective Paco Camacho, era un dato significativo:

- ¿Por qué?
- Define una buena parte de la personalidad del asesino.
- O asesina…
- ¡Exactamente!

Camacho tenía la fama de los detectives de la época, para este país carente de una academia o, por lo menos, de una escuela para formar detectives: improvisado, inspirado en las novelas policiacas más populares o populacheras, cargado de prejuicios y muy avezado con sus clientes a la hora de cobrar o de justificar su inoperancia. En sus cortos veinte años, ya vestía de traje y corbata oscuros, camisas blancas de puños desgastados, zapatos negros brillantes y una cadena bañada en oro en la muñeca izquierda que limpiaba con el puño de la manga derecha. Con el tiempo cambiaría su imagen y hasta sus modales, dejó atrás su formalidad, forzada por la época y por lucir una pinta sobria de adulto temprano.

 

La muerte de los periodistas solo llamó su atención en el quinto asesinato. Los cuatro anteriores, ocurridos en ciudades alejadas, donde no importó ni preocupó porque eran personas de pésimo prestigio. Para Camacho no tenía sentido abordarlos. Uno de sus talentos mejor reconocidos fue ocuparse de lo más complejo y, supuestamente, provisto de una carga de connotaciones morbosas. A quién le importaba la muerte de periodistas de provincias, carentes de prestigio o reconocimiento. Solo los de la capital, según esa visión, hacían verdadero periodismo. 

 

El quinto asesinato ocurrió ese primer miércoles de noviembre. El cuerpo apareció con un rostro sonriente y limpio, peinado como si hubiese salido temprano a trabajar. Lo encontraron la misma noche en el portal de la iglesia de Santo Domingo, de la capital, en la madrugada, por aquellas beatas que casi dormían en la mismísima iglesia con tal de cumplir con los ritos que a su edad eran la razón de su vida y placer espiritual. Los primeros testimonios especulaban con haberlo visto llegar caminando, casi arrastrándose, como acostumbran los borrachos arrepentidos que intentan cubrir su pecado llegando a la iglesia para luego no recibir ningún castigo ni afrenta en sus hogares. Lo vieron, dicen, retorciéndose. Otros -según Camacho, más creíbles y sensatos- nunca se fijaron en el bulto. Estuvo ahí desde la noche anterior, dijeron los testigos que se atrevieron a dar su versión ante el comisario de turno.
Su nombre, el de la quinta víctima, Rodrigo Sánchez, tampoco llamó la atención. Si era periodista solo se lo conocía en su círculo más cercano. Estaba casado y tenía tres hijos. Había estudiado Contabilidad y fungía de redactor de Sociales en el diario El Sol, pero en realidad era quien tomaba los nombres de las personalidades de las fiestas o celebraciones importantes de la ciudad y ponía los pies de foto. Trabajaba de dos de la tarde hasta el cierre de la edición porque en las mañanas se ocupaba de llevar los cuadernos de cuentas de la farmacia de su barrio, la más concurrida quizá por ser la única en diez cuadras a la redonda. 

 

Camacho alzó las cejas y suspiró. “Cinco periodistas asesinados en cinco meses”, se dijo con la mirada puesta en la pared percudida de la cafetería de la calle García Moreno, la única de esa cuadra y la más famosa por sus rosquillas colmadas de azúcar impalpable. E hizo cuentas: uno en julio en Portoviejo, otro en agosto en Santo Domingo, el tercero en septiembre en Loja, el cuarto en octubre en Cuenca y ahora este quinto en Quito.

 

A nadie más inquietó lo que a Camacho le pareció en ese instante la razón de algo muy claro: un asesino en serie mataba periodistas por todo el país. Y sus certezas se concretaron el primer miércoles de diciembre: el cadáver de un joven periodista apareció en la escalinata mayor del barrio La Tola. Exactamente a las diez de la noche habría fallecido, como los demás, con un puñal clavado en la espalda directo al corazón, atravesando el pulmón izquierdo de abajo hacia arriba. Las víctimas no habrían tenido, al parecer, tiempo para defenderse porque ninguna mostraba huellas de forcejeo o resistencia. 

 

Camacho, desde ese jueves de diciembre, cuando supo de la muerte del joven reportero del diario El Tiempo, supuso que debía esperar el siguiente asesinato el próximo primer miércoles de enero. Y así ocurrió, pero ya no en Quito, sino en Ibarra, con el jefe de Redacción del diario La Verdad. La noticia llegó a sus oídos ocho días después. Un policía, el mayor Tamayo, que volvía de Ibarra encontró a Camacho en la cafetería de la García Moreno y lo primero que hizo fue darle la mala noticia.

- ¿Por qué no me lo dijo antes?

- Recién llegó de Ibarra, estoy franco desde hoy, no he podido salir del cuartel, pero como usted nunca contesta el teléfono ni hay dónde localizarlo con seguridad, solo la casualidad ayuda en estos casos.

Y en febrero, para mayor indignación de Camacho, el crimen ocurrió de nuevo en Quito. Esta vez en la afueras del Teatro Sucre. Al parecer después de un concierto de la orquesta filarmónica, que llevó a media ciudad a sus butacas y hasta los exteriores porque tenía al solista invitado a ese joven ruso, Serguei Estévez, hijo de un ecuatoriano radicado en Kiev, desde los años cuarenta. El conserje intentó cerrar la puerta por dónde ingresaban los trabajadores y no pudo porque detrás estaba un cuerpo helado, acurrucado y con el rostro sonriente. Lo reconoció de inmediato: el cronista de Cultura del diario La Razón, uno de los más destacados en crónica musical y melómano de cepa. 

Camacho llegó a la morgue, en la calle Mejía y Cuenca, arropado hasta la cabeza por el intenso frío de la capital en esos días. Observó el cadáver y el rostro llamó de nuevo su atención. Apenas si había rastros de sangre. Solo al voltear el cuerpo se observaba una mancha oscura en el traje azul marino del joven periodista y la apertura del corte a la altura del omóplato. Se le escaparon, lentas y gordas, dos lágrimas, una por cada ojo, al reconocer a su amigo, quien le retaba a dejar de escuchar esa música estridente de las cantinas y educar el oído con la mejor música clásica del mundo. Le había llevado en una ocasión a su pequeño departamento en la calle Benalcázar y pasó ahí, bastante aburrido, bostezando y con ganas de dormir, mientras el periodista ponía los discos de acetato de su colección más preciada y cuidada. Tomaron unos diez canelazos bien calientes y fumaron varios cigarrillos King sin filtro. 

 

Y entre el primer lunes y el primer martes de marzo no pudo dormir pensando dónde ocurriría el advertido asesinato de un periodista. Previamente había visitado las redacciones de todos los periódicos de la capital con la idea, vaga y difusa, de fijar la mirada en las posibles víctimas. Habló con los comisarios que investigaban los casos anteriores y ninguno tenía pistas de un posible asesino y tampoco habían logrado configurar un motivo o móvil. Eso sí, los policías por orden del ministro de Gobierno estaban buscando en todas las ciudades al posible asesino, pero con la típica metodología: apresando a los más incautos, a los pordioseros, a uno que otro borracho o drogadicto, pero al final dejándolos en la cárcel varios días y liberándolos sin ninguna explicación. Un travesti hizo la diferencia: puso la denuncia en el ministerio de Gobierno señalando el abuso cometido contra él por los pesquisas morbosos que solo lo habían apresado para “desatar sus instintos más perversos”.

 

Donde menos se lo esperaban ocurrió: en Tulcán. A las diez y cinco de la noche, la dueña de la pensión Frontera pegó un grito que se escuchó hasta el puente de Rumichaca, en el límite con Colombia. En el estacionamiento de esa pensión, debajo del auto de su propiedad estaba el cuerpo de un joven, como si se hubiera colocado ahí para evitar la lluvia u ocultarse de alguien. Al principio la señora pensó que era una broma de uno de sus hijos o sobrinos para asustarla, pero cuando observó que un hilo de sangre llegaba hasta el desagüe, pegó el grito. El cuerpo estaba todavía caliente, a pesar del frío que congela a cualquier ser vivo en esa ciudad si se encuentra a la intemperie. Los policías comprobaron que se trataba del locutor de la radio Ondas Carchenses, afamado y reconocido por su potente voz y por su reconocida belleza física.

 

Camacho quedó más estupefacto que de costumbre. No salía del asombro porque no entendía cómo el asesino se daba modos para despistar a los investigadores, comisarios, policías y detectives que querían dar con su cabeza para otorgarse el pergamino de poner fin a la serie de crímenes de periodistas, que llevó incluso a que una comisión el Congreso exigiera de las autoridades más eficiencia y responsabilidad en la investigación para dar con “el criminal más atroz de la historia de la República”, como rezó la resolución votada por la absoluta mayoría del parlamento (conservadores, liberales y socialistas, como nunca antes coincidieron en la votación). Los directores de todos los periódicos y emisoras publicaron un comunicado responsabilizando al Gobierno por las muertes que podrían ocurrir en adelante (todos esperaban el próximo miércoles de mayo) si no se detenía al autor de los horrendos crímenes de los últimos diez meses. 

 

En las redacciones de radios, canales y periódicos se advertían todas las medidas de seguridad para el primer miércoles de mayo. Desde el domingo anterior se cerraron las puertas, se adelantaron los cierres, los noticieros de radio invitaban a denunciar cualquier indicio de ataque a las instalaciones o a los periodistas. En la mente de cada uno circulaba la duda si el compañero de escritorio o el portero del edificio podría ser su verdugo la noche de ese miércoles. La consigna generalizada fue que esa noche, de ese primer miércoles de mayo, debía caer el asesino, cueste lo cueste, pase lo que pase. La alerta fue general, las luces y las alarmas estaban listas para el esperado crimen. La crónica de una muerte anunciada estaba en las manos y en los dedos de los editores que ponían los titulares en los periódicos. La edición se cerraría solo después de que ocurriese el crimen a las diez de la noche. La primera plana solo debía reservar el espacio para la foto del periodista asesinado y el titular posible: La onceava víctima del asesino de periodistas ocurrió anoche. 

 

Desde que amaneció, ese miércoles, la tensión se sintió por calles, parques y plazas de todo el país. Algunos apostaron, haciendo cálculos y cábalas, dónde aparecería el periodista asesinado. Quedaban ciudades como Ambato, Riobamba, Machala o Quevedo. Algunos acudieron a las más conocidas series policiacas para encontrar la fórmula que revelara el próximo lugar y la próxima víctima. Del método no había dudas, todos morían igual: con una puñalada por la espalda, sin mayor violencia y quedaban con el rostro sonriente. 

 

Los principales noticieros no sabían cómo eludir el tema en sus ediciones matinales y del medio día. ¿Cómo podrían hablar de un crimen no ocurrido? ¿Y cómo no hablar de lo que todo el mundo comentaba en esas horas? Las agendas de los ministros y autoridades se había sometido a la noticia fatal. No programaron nada para ese día a la espera de que alguien diera el grito, la noticia o el anuncio del periodista asesinado esa noche. Era una vigilia colectiva de algo que nadie podía asegurar que ocurriría. En las iglesias muchos clérigos ofrecieron sus oraciones y bendiciones por la próxima víctima. El arzobispo, en la misa de las doce, hizo un sermón en homenaje a todos los periodistas caídos (por poco dice en combate) y bendijo el alma del próximo asesinado. El Primer Mandatario, odiado hasta por sus ministros, no salió de la residencia presidencial todo el día. Amigo declarado de los dueños de los principales periódicos, hizo algunas llamadas a varios de ellos y les pidió la mayor colaboración para ser él el primero en conocer del crimen que ocurriría esa noche. “No quiero intermediarios ni mensajeros de segunda”, les repitió a cada uno de los propietarios de periódicos. Y añadió: “Saldré al balcón y declararé estado de emergencia nacional inmediatamente de informar del undécimo asesinato de periodistas”.

 

Las funerarias se disputaban el próximo cliente. Ofrecían descuentos y mejores condiciones para el velorio, seguramente, el más concurrido de la historia. Y también para la peregrinación hasta el Cementerio Nacional, la más grande que se haya visto en la vida republicana. Los artesanos de las ofrendas florales habían previsto una gran demanda de sus productos y por eso elaboraron algunas variedades en las que primaba una frase común: “Al insigne periodista XX”.

 

Camacho no sabía qué hacer. Un detective no previene delitos, encuentra a los culpables, se dijo mentalmente como para entender también a sus modelos e íconos de toda la bibliografía policiaca. Si los detectives se pusieran a evitarlos de qué serviría este oficio, se decía en medio de un millar de ideas que circulaban por su cabeza buscando una razón a lo que ocurría ese día en todo el país. Y en medio de eso tenía una certeza: el criminal también estaba en la misma situación que el resto de ciudadanos. Seguramente, pensaba Camacho, lo hará porque es su destino, obsesión o locura sostener su rutina macabra. ¿Cuántos crímenes se han anunciado con tanta anticipación? ¿Desde cuándo un asesino en serie se expone, en este país, de tal modo que pueda ser ubicado y detectado en el día y la hora del cometimiento de su crimen? ¿Quiere probar al mundo entero que es él superior a todas las inteligencias del planeta y que jamás lo detendrán? 

 

Con un cigarrillo sin encender, pasándolo de una mano a otra, Camacho cavilaba alrededor de las posibles respuestas. Había repasado en dos constantes que surgían cada vez que revisaba los últimos pasos de todos esos periodistas asesinados. ¿Cada uno a su modo había cuestionado al Primer Mandatario? Imposible, ninguno tenía una postura política explícita. Es más el cronista de musicales del diario La Razón nunca había escrito nada en contra de nadie. Todo lo contrario, sus notas y reportajes pecaban de ese excesivo apego a alabar a los conciertos y músicos que pasaban por la capital. Si los crímenes eran autoría de un desquiciado, pensaba Camacho, ¿por qué escoge periodistas? ¿Por qué no artistas o prostitutas como sería lo normal?

 

Esa mañana, como ocurría cada vez que tenía una tensión enorme, Camacho amaneció con Rocío Valverde. Ella sabía que cuando le llamaba, así de ese modo, casi tartamudeando, para quedarse en su cuarto, de la calle Río de Janeiro, tenía problemas o entre manos un caso complejo. Los dos entendían el rol que cumplían para el otro. Él preparaba una sopa, calentaba la cama con una bolsa de agua hirviendo, ponía discos de tangos o simplemente la abrazaba al cruzar la puerta y la llevaba directamente a la cama. Casi no hablaban y disfrutaban de sus relaciones sexuales como un rito de silencio y poca expresividad. Eso sí, en ella particularmente, había una voluntad por disfrutar a fondo de cada penetración, succión o caricia. Le importaba un pepino lo que pasara por la cabeza de Camacho, para ella el sexo con ese hombre rudo, chabacano, un poco torpe a la hora de acariciar, tenía algo inexplicable: lo disfrutaba a plenitud como un acto único, potente, satisfactorio, cargado de mucha tensión y placer. 

 

Al levantarse, como autómatas, repetían el coito con un poco menos de energía y quizá de ganas. Ella se decía que un buen polvo mañanero cura todas las amarguras y propone un día de trabajo satisfactorio. Jamás le dijo a Camacho, pero a sus pocas amigas les recomendaba con esa frase lanzada como una mueca y con la mirada en sus uñas. Y aunque los dos, a sus veinte años creían ya haber disfrutado sexualmente todo lo imaginable, repetían cada acto mañanero como si fuese un despertar a la pubertad, sintiendo que lo hacían por última vez, a escondidas de alguien o bajo la sospecha de alguna infidelidad compartida. 

 

Los dos hacían una pareja única, pero no por eso imitable o para edificar una apología. Ella era la secretaria administrativa de un sindicato desde que su padre le colocó allí esperando que se vinculara a la lucha de los proletarios y se formara para la revolución socialista. Los dirigentes de ese sindicato la miraban como una presa y como el pecado necesario para vengarse de su padre, un tipo corajudo y ortodoxo en su pensar y actuar. No tenía un cuerpo de Miss Universo pero lo exhibía como si fuese el mejor representante del género femenino. No hacía ejercicios ni iba a masajista alguno. Cumplía una dieta estricta y cuidaba de no perder peso excesivamente. Amaba a Camacho, de eso no había dudas. Para convertirlo en su compañero no se hizo ilusiones, menos grandes pretensiones. Lo quiso en sus rutinas, preocupándose de su salud, de su bienestar espiritual, amándolo en cada coito como si fuesen los adolescentes de la era romántica absoluta, llevando las cuentas de sus pocos ingresos para no desperdiciar un centavo en gastos innecesarios o cortándole las uñas de los pies una vez al mes. Hizo eso y lo seguiría haciendo sin ninguna culpa o vergüenza. Aprendió que esas dos soledades tenían mucho en común y se necesitaban tanto que era imposible pensar en otra relación o decidirse por un matrimonio forzado. Casi como una rutina ella llegaba al caer la tarde y Camacho le esperaba con los brazos abiertos. O iban al cine y salían a cenar en el mismo restaurante de la calle Mejía hasta la media noche.

 

Esa mañana los dos escucharon los noticieros, leyeron dos periódicos, desayunaron ligero, se miraron a los ojos para decirse todo sin una sola palabra, se bañaron por separado, tendieron la cama sin dejar de escuchar la radio, abrieron las ventanas y dejaron entrar el aire fresco de mayo, pusieron agua a las plantas, dos de ellas con unas flores cada vez menos aromáticas, quizá por el smog que absorbían a diario, colaron café bien cargado, cocieron los huevos, exprimieron las tres naranjas para cada uno, calentaron el pan y ella se despidió como si ese día sería el último de su existencia porque podía ser que al asesino de periodistas se le ocurriera eliminar al investigador más inquieto con el tema y que era tan famoso ahora por meter las narices por todas partes y en varias ciudades del país, sin que nadie le contratara y pagara por sus servicios, por el solo hecho de afirmarse como investigador y detective de pura cepa, a quien nadie le podría reprochar nada si revelaba, todo lo contrario, ante la sociedad el nombre y apellido del asesino y las razones que le llevaron a matar a diez u once periodistas en menos de un año.

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