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Desconfianza

Una pequeña historia de la desconfianza (primera parte)


27 de julio 2020

Como nunca antes, hoy vivimos un momento histórico marcado, en muchos aspectos,  por la desconfianza política, que no hace sino agudizar la crisis social. Los sicólogos o los analistas con buena carga de antropología podrían decir que esto lo arrastramos desde la misma ruptura estructural que produjo la colonización en nuestros territorios. Sin embargo, no puedo dejar de mencionar que tres años de traiciones y de recelos exacerbados han dado paso a una desconfianza generalizada. Seguramente eso también se exprese en las urnas el 2021.

Pero antes de entrar en asuntos muy coyunturales habría que decir que los ecuatorianos, en general, tenemos desconfianzas sembradas desde varios aspectos: si eres del campo o la ciudad, de la Liga o El Nacional, del Barcelona o del Emelec, de la Costa o de la Sierra, de Manabí o Guayas, de Cuenca o Azogues, del sur o del norte, de la izquierda o la derecha, de un color de piel o de otro, correísta o anticorreísta, hombre o mujer. Y no es exagerado mencionar que también hay una desconfianza llena de prejuicios porque se han constituido bloques de poder para ahuyentar al otro, al diferente, simplemente por ser pobre.

Desde esas posturas, liberales y modernistas dan lugar a explicaciones de nuestra realidad para decir, por ejemplo, que esas desconfianzas generan los bloqueos históricos para acuerdos o consensos entre los partidos y las clases sociales. Pero ni siquiera es por ahí donde encontramos un sentido a la desconfianza para entender una posible salida.

En el mundo, en general, se han constituido también unas filiaciones transversales (como la de las hinchadas o los fanes de los artistas) que colocan a esos “diferentes”, temporalmente, en una misma “tribu”, aunque al salir del estadio o de un concierto, vuelvan a mirarse con la sospecha que parte de sus identidades más arraigadas.

Hace poco fui a un concierto de Alejandro Sanz y vi a algunos correístas y anticorreístas sentados, casi uno al lado del otro, coreando sus canciones con el mismo fervor que en otros escenarios uno se muestra a favor de Rafael Correa y el otro en su contra. Habría grabado ese momento para entender lo que digo ahora, pero por respeto a su privacidad fue mejor dejarlo así.

Ahora que se acercan las elecciones y tenemos un gobierno que lo deshace todo, intoxicando cada posible salida a la crisis, volveremos a vivir las desconfianzas, pero afincadas en tribus políticas con intensidades y pasiones de toda clase. Es difícil olvidar abril de 2017, cuando un tal Páez quería incendiar Quito porque se creía ya vicepresidente. O aquellos que ahora adoran a Lenín Moreno lo acusaban de los crímenes más horrendos ocurridos en Ecuador y daban por hecho que en la Presidencia estaría al servicio del “terrorismo internacional” (en parte lo está si se reconoce como tal al gobierno que invade países, asesina a líderes mundiales o inunda de armas el planeta).

Por eso también es válido preguntarse en qué momento y cómo expresamos la palabra COMPATRIOTA. ¿Cómo la entendemos a la luz de la pandemia si cada quien hace lo suyo como puede y el gobierno deja morir a miles de personas, contagiarse a decenas de miles o una alcaldesa impide aterrizar a un avión por emergencia humanitaria?

Es difícil aceptar un discurso que menciona a los otros como COMPATRIOTAS. Jaime Nebot a sus “compatriotas” de la Sierra los manda al páramo. O Guillermo Lasso dice que los pobres (sus compatriotas también) no son un buen negocio para las empresas. María Paula Romo no ve a los correístas como sus compatriotas y, sin mediar un proceso o una investigación, los manda presos porque supone que intentan desestabilizar al régimen. Un Abdalá Bucaram negocia (con la venia del gobierno, durante tres años) cargos en el sector público, medicinas y mascarillas para sacarles el mejor provecho a sus compatriotas y llevarse el dinero a Miami o Panamá.

Por el momento, es una buena apertura para hablar de la Pequeña Historia de la Desconfianza, como un preludio al momento donde las identidades políticas harán su parte para la batalla campal, para destrozar al otro, ese al que de modo acomodaticio llaman compatriota, pero en realidad es su adversario, enemigo o simplemente un consumidor de un mercado de ofertas que le devuelve más miseria. Por supuesto, hay excepciones y de eso hablaré en una segunda parte.

Tomado de Ruta Kritica

Desconfianza Andina

Una pequeña (gran) historia de la desconfianza (segunda parte)
28 de julio 2020

No solo las traiciones generan desconfianza. En Ecuador, plagado de desconfianzas, como dije en la primera parte, hay dos que se marcan como falacias estructurales del debate político para justificar el dar las vueltas sobre el mismo terreno.

La primera es aquella denominada “desconfianza andina”. Dada como un rasgo de la población indígena (ojo: no digo nacionalidades ni pueblos a propósito) se ha prestado para tratar de entender por qué ciertos grupos políticos indígenas no se permiten acuerdos con quienes no comparten su “agenda” histórica.

Uno de los momentos cumbre de la Asamblea Constituyente de Montecristi fue cuando se debían redactar los artículos que explicaran y fijaran, en esa Carta Magna, el concepto y la razón jurídica de la plurinacionalidad y la interculturalidad. Recuerdo la mirada de los asambleístas indígenas: sus ojos mostraron el desconcierto y la duda sobre qué decir y qué proponer. Sacados del discurso y la consigna, debían redactar de inmediato. Ocurrió en el teatro de la Universidad de Manta. Rafael Correa y Alberto Acosta ya habían planteado la discusión del tema y en medio del fragor se decidió: “Propongan un texto, lo tratamos en el bloque y lo llevamos al pleno”. Fue un sábado. No se borra de mi mente la imagen de esos asambleístas y de otros dos más, junto a mí, supuestamente para cuidar que se redactara bien ese texto. Esto, ahora, me causa risa porque, cuando terminamos de escribir la propuesta, alguien dijo sin tapujos: “Queda así y no se toca; ya lo decidieron los compañeros indígenas, y así va”. Quienes quieran refrescar su memoria, busquen esos artículos y pregúntenles a los asambleístas indígenas de entonces qué se cambió o modificó de su propuesta.

No quiero mencionar los nombres de los asambleístas indígenas que se vieron “obligados” a dejar de lado su “desconfianza andina” y a asumir el rol protagónico de redactar dos artículos de la Constitución, casi de inmediato. Había, obviamente, un asunto de fondo: ninguna organización indígena había llevado a la Constituyente una propuesta real y concreta, redactada -acorde a lo que exige la Constitución- como un texto que instaurara una norma de orden constitucional para el posterior desarrollo de la institucionalidad, las leyes y normas al respecto. Esos compañeros sabrán contar en su momento qué pasó y qué devino de aquello.

Ahora, tantos años después, esa conquista constitucional parecería una nimiedad frente a la desconfianza “andina” de grupos y dirigentes políticos en relación con quienes instauraron esa norma por encima de poses y reacciones racistas, que la invocaron también para votar No en la consulta popular de septiembre de 2008. Si quienes en la actualidad gobiernan Ecuador (no Lenín Moreno, él no cuenta ya) pudieran cambiar la Constitución, con seguridad, entre sus primeras acciones, estaría borrar la afirmación de que el Ecuador es un Estado plurinacional e intercultural. Ellos (Lasso, Nebot, Otto o Noboa) lo harían apelando a que somos un “Estado unitario”. Y son esos “poderes” reales los que fueron votados por el movimiento indígena, en general en el 2017, y los que apoyaron la consulta del 2018, con lo que elevaron a la categoría de prócer a Julio César Trujillo.

Lo que ahora está probado es que esa “desconfianza andina”, más allá de las interpretaciones antropológicas o sociológicas, en la práctica, ya no son precisamente contra el opresor que llegó a invadir, asesinar o matar con el afán de quedarse con los territorios y anular la cultura. Si a la luz de los acontecimientos, Lourdes Tibán, Yaku Pérez, Auki Tituaña y otros más son capaces de pactar con cierta embajada y de votar por Guillermo Lasso, parecería que la desconfianza es con quien les disputa su supuesta propuesta de transformación de la sociedad. Y digo supuesta porque no tienen tal propuesta, no está dada por un programa de gobierno de transformación efectiva de las estructuras mismas del poder y de la sociedad, sino de ciertos territorios y poderes locales.

Sin querer agotar el tema (la campaña electoral dará para mucho) la desconfianza es parte de esa “pequeña gran historia” del Ecuador blanco mestizo, pero también del “otro”, del indígena que ha impedido un diálogo real con una izquierda que va más allá del dogma y de la consigna, una izquierda que ha impedido la hegemonía estadounidense en la toma de decisiones, que ha retado al poder real del país: el que gobierna con los medios y las ONG, una izquierda que sacó de la pobreza a más de dos millones de ecuatorianos, sin necesariamente explotar el Yasuní, solo implementando políticas públicas claras y cobrando los impuestos a las grandes fortunas. ¿O acaso los indígenas no se opusieron por “desconfianza” a la aplicación de la Ley de Plusvalía, la de Herencias y a la prohibición de los paraísos fiscales? ¿Qué aceptaron a cambio? ¿Se contentan con pequeños espacios de poder, migajas, cuando lo que está en juego afecta directamente a la gran población urbana y rural empobrecida por las políticas neoliberales que han apoyado directamente (con sus votos en la Asamblea) o indirectamente (con su silencio y su desconfianza)? ¿Sin una propuesta de país clara, prefieren negociar con la derecha que reduce todo al asistencialismo y la caridad? ¿Qué transformación esperan con esos acuerdos?

La otra desconfianza queda para una tercera parte y final. Será sobre eso que llaman “autoritarismo”, como falacia y como sentido inequívoco de un supuesto pecado democrático para cambiar lo de fondo y no para alabar el “consenso”.

Tomado de Ruta Kritica

Eso que llaman autoritarismo

Una pequeña (gran) historia de la desconfianza (tercera parte y final)
31 de agosto 2020

En Ecuador se afirmó el autoritarismo en estos tres años y pretende perpetuarse en las próximas elecciones. Hablo de lo instaurado en la mente de algunos medios y periodistas, que es igual a lo que por muchas ocasiones escuchamos en la matriz discursiva de las ONG bien financiadas desde el norte, pero también me refiero a la tiranía del mercado, al autoritarismo del capital y de esos poderes fácticos que imponen modos pensar y hasta de consumir como si fuesen los únicos.

No olvidemos que Margaret Thatcher decía que la economía era el método, pero el objetivo era cambiar el alma. Todo lo demás es comunismo, populismo y todos los ismos estigmatizadores que la derecha coloca en un lenguaje excluyente y neofascista. Tienen -como bien lo señala Mark Fisher– el “control de las narrativas ideológicas” donde no hablan de sus creencias sino de lo que aseguran “el Otro cree” y así han sostenido un discurso único de defensa al capital. 

El autoritarismo de hace tres años para acá no mide límites constitucionales: bajo decenas de resoluciones, decretos o simples comunicados imponen nuevas modalidades de contrato, atribuciones institucionales y garantizan la opacidad de la información. Claro, para eso tienen primero que ensuciar el “pasado correísta” y luego, con base en mentiras, resolver “ante la calamidad” social y política con salidas ilegales e inconstitucionales, como ya dijo Richard Martínez: “La realidad supera la legalidad”.

Durante más de diez años las élites empresariales, diplomáticas y mediáticas incubaron la palabra autoritarismo para estigmatizar un proceso y su liderazgo. No nos perdamos mucho buscando el origen y el eco. Bastaría con imaginar a aquellos que dirigen portales o medios de comunicación o empresas (todas autodefinidas como liberales y demócratas) para saber cómo conducen a sus “huestes” o a sus empleados. Ahí no hay autoritarismo, hay “don de mando” o “liderazgo emocional”.

(Solo por actualizar este artículo, que ha necesitado un tiempo de maceración, valdría la pena espulgar a los ‘demócratas’, no autoritarios, que escogieron a sus binomios, para las elecciones del 2021, sin consultar a sus bases o esos vicepresidenciables que nacieron de una llamada telefónica antes de la medianoche del domingo previo al cierre de las primarias).

Mientras no se mencione a Jaime Nebot, el autoritarismo solo recae en la izquierda o sirve para estigmatizar a gobiernos que han tenido una férrea oposición desde las élites empresariales y financieras. Claro, nadie de ese grupo puede tachar de autoritario a Lenín Moreno porque él extiende la mano y entrega todo el poder, bien repartido entre quienes lo sostienen para garantizar sus negocios. ¿Quién repartió los hospitales? Ningún autoritario, solo una “demócrata” lo pudo hacer. ¿Quién perdonó impuestos a las empresas y ahora quiere vender las grandes empresas públicas? ¿El mayor demócrata de toda la historia del republicanismo ecuatoriano? Es parte de la esencia neoliberal. El neoliberalismo, como afirma Fisher, “se ha vendido a sí mismo como el único modo ‘realista’ de gobierno. El sentido de ‘realismo’ es aquí un logro político obtenido con mucho esfuerzo, y el neoliberalismo ha impuesto exitosamente un modelo de realidad moldeado por las prácticas y los presupuestos provenientes del mundo de los negocios.”

Ese autoritarismo ya ni siquiera viene de una persona o líder. Ahora está por fuera del Estado, se instala en un conjunto de acciones y de mensajes para garantizar la imposición de pensamientos que denigran el valor de la misma democracia, ensalzar la privatización y la exclusión del poder legislativo, pero sobre todo para que el Estado sea una empresa más de las corporaciones de algunos multimillonarios. Como dice Franco Berardi:


“El Estado se identifica cada vez más con las grandes agencias de control informático, de captura de enormes cantidades de datos. No existe más como entidad política, territorial. Sigue existiendo en la cabeza de los soberanistas de derecha y de izquierda. No existe la política, ha perdido toda su potencia; no existe el Estado como organización de la voluntad colectiva, no existe la democracia”.

Y siguiendo con la línea de pensamiento de Berardi, también es cierto que ese autoritarismo está por ahora fuera del Estado:


“El lugar del poder no es el Estado, una realidad moderna que se acabó con el fin de la modernidad. El lugar del poder es el capitalismo en su forma semiótica, psíquica, militar, financiera: las grandes empresas de dominio sobre la mente humana y la actividad social”.

Hay un modo autoritario que no se discute: el de los poderes fácticos y de las élites. Más que autoritario es totalitario. Para ellas, los pobres no pueden estudiar en colegios caros u obtener becas en grandes universidades. Solo pueden entrar a sus clubes privados los que comulgan con sus ideas y no cuestionan sus negocios, no importa si eres periodista de medio pelo o alterno de un asambleísta. Las élites se resisten a “distribuir la riqueza” y por eso su autoritarismo financia campañas millonarias para impedir una ley de herencias o un impuesto a la ganancia exacerbada desde la plusvalía. Como David Harvey ha sostenido, el neoliberalismo es un proyecto que busca, desde sus inicios, reafirmar el poder de clase. Y, por supuesto, subordinar el Estado al poder del capital.

Claro, todo lo hacen en nombre de la libertad, esa libertad que supuestamente perdieron en diez años de correísmo, ahora recuperada gracias al beneplácito de Moreno. Esa pérdida, para las derechas representadas por esos antiguos izquierdistas de los medios y las élites (muchos de ellos salidos de la Flacso o de la Andina), tuvo un responsable, un “tirano” y un “dictador” llamado Rafael Correa. Pero, volviendo a Berardi:


“El enemigo de la libertad no es el tirano político, sino los vínculos matemáticos de las finanzas y los digitales de la conexión obligatoria. Hay una libertad ontológica que significa que Dios decidió no determinar la dirección de la vida humana, dejando así el libre albedrío a los humanos”.

Ese autoritarismo se expresó con toda claridad en octubre pasado, con racismo, xenofobia y mentiras. Nadie podía cuestionar la eliminación de los subsidios a los combustibles. Si salías a protestar, aparte de terrorista y delincuente, eras antipatria, un resentido social o simplemente un correísta (calificativo con el cual ahora quieren endilgar todos los males morales de la sociedad). Y ahora se va a expresar en los comicios: van a desmontar todo lo que impida a la derecha llegar al poder en febrero, vaciarán de sentido y de contenido estos tres años marcados por la peor crisis económica, política y sanitaria, para insistir (como lo hacen con desparpajo Roldán y Romo) que Moreno nos devolvió la libertad y la democracia.

Tomado de Ruta Kritica

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